sábado, 17 de marzo de 2012

Dios Padre da su Hijo al mundo

«Porque tanto amó Dios al mundo, que le dio su unigénito Hijo, para que todo el que crea en Él no perezca, sino que tenga la vida eterna»
Estas palabras, pronunciadas por Cristo en el coloquio con Nicodemo, nos introducen al centro mismo de la acción salvífica de Dios. Salvación significa liberación del mal, y por ello está en estrecha relación con el problema del sufrimiento. Según las palabras dirigidas a Nicodemo, Dios da su Hijo al «mundo» para librar al hombre del mal, que lleva en sí la definitiva y absoluta perspectiva del sufrimiento. Contemporáneamente, la misma palabra «da» («dio») indica que esta liberación debe ser realizada por el Hijo unigénito mediante su propio sufrimiento. Y en ello se manifiesta el Amor, el Amor infinito, tanto de ese Hijo unigénito como del Padre, que por eso «da» a su Hijo. Este es el Amor hacia el hombre, el Amor por el « mundo»: el Amor salvífico.

El hombre «muere», cuando pierde «la vida eterna». Lo contrario de la salvación no es, pues, solamente el sufrimiento temporal, cualquier sufrimiento, sino el sufrimiento definitivo: la pérdida de la vida eterna, el ser rechazados por Dios, la condenación. El Hijo unigénito ha sido dado a la humanidad para proteger al hombre, ante todo, de este mal definitivo y del sufrimiento definitivo. En su misión salvífica Él debe, por tanto, tocar el mal en sus mismas raíces transcendentales, en las que éste se desarrolla en la historia del hombre. Estas raíces transcendentales del mal están fijadas en el pecado y en la muerte: en efecto, éstas se encuentran en la base de la pérdida de la vida eterna. La misión del Hijo unigénito consiste en vencer el pecado y la muerte. Él vence el pecado con su obediencia hasta la muerte, y vence la muerte con su Resurrección.

Cuando se dice que Cristo con su misión toca el mal en sus mismas raíces, nosotros pensamos no sólo en el mal y el sufrimiento definitivo, escatológico (para que el hombre «no muera, sino que tenga la vida eterna »), sino también —al menos indirectamente— en el mal y el sufrimiento en su dimensión temporal e histórica. El mal, en efecto, está vinculado al pecado y a la muerte. Y aunque se debe juzgar con gran cautela el sufrimiento del hombre como consecuencia de pecados concretos (esto indica precisamente el ejemplo del justo Job), sin embargo, éste no puede separarse del pecado de origen, de lo que en San Juan se llama « el pecado del mundo», del trasfondo pecaminoso de las acciones personales y de los procesos sociales en la historia del hombre. Si no es lícito aplicar aquí el criterio restringido de la dependencia directa (como hacían los tres amigos de Job), sin embargo no se puede ni siquiera renunciar al criterio de que, en la base de los sufrimientos humanos, hay una implicación múltiple con el pecado.

De modo parecido sucede cuando se trata de la muerte. Esta muchas veces es esperada incluso como una liberación de los sufrimientos de esta vida. Al mismo tiempo, no es posible dejar de reconocer que ella constituye casi una síntesis definitiva de la acción destructora tanto en el organismo corpóreo como en la psique. Pero ante todo la muerte comporta la disociación de toda la personalidad psicofísica del hombre. El alma sobrevive y subsiste separada del cuerpo, mientras el cuerpo es sometido a una gradual descomposición según las palabras de Dios, pronunciadas después del pecado cometido por el hombre al comienzo de su historia terrena: «Polvo eres, y al polvo volverás». Aunque la muerte no es pues un sufrimiento en el sentido temporal de la palabra, aunque en un cierto modo se encuentra más allá de todos los sufrimientos, el mal que el ser humano experimenta contemporáneamente con ella, tiene un carácter definitivo y totalizante. Con su obra salvífica el Hijo unigénito libera al hombre del pecado y de la muerte. Ante todo Él borra de la historia del hombre el dominio del pecado, que se ha radicado bajo la influencia del espíritu maligno, partiendo del pecado original, y da luego al hombre la posibilidad de vivir en la gracia santificante. En línea con la victoria sobre el pecado, Él quita también el dominio de la muerte, abriendo con su Resurrección el camino a la futura resurrección de los cuerpos. Una y otra son condiciones esenciales de la «vida eterna», es decir, de la felicidad definitiva del hombre en unión con Dios; esto quiere decir, para los salvados, que en la perspectiva escatológica el sufrimiento es totalmente cancelado.

Como resultado de la obra salvífica de Cristo, el hombre existe sobre la tierra con la esperanza de la vida y de la santidad eternas. Y aunque la victoria sobre el pecado y la muerte, conseguida por Cristo con su Cruz y Resurrección no suprime los sufrimientos temporales de la vida humana, ni libera del sufrimiento toda la dimensión histórica de la existencia humana, sin embargo, sobre toda esa dimensión y sobre cada sufrimiento esta victoria proyecta una luz nueva, que es la luz de la salvación. Es la luz del Evangelio, es decir, de la Buena Nueva.

En el centro de esta luz se encuentra la verdad propuesta en el coloquio con Nicodemo: «Porque tanto amó Dios al mundo, que le dio su unigénito Hijo». Esta verdad cambia radicalmente el cuadro de la historia del hombre y su situación terrena. A pesar del pecado que se ha enraizado en esta historia como herencia original, como «pecado del mundo » y como suma de los pecados personales, Dios Padre ha amado a su Hijo unigénito, es decir, lo ama de manera duradera; y luego, precisamente por este amor que supera todo, Él «entrega» este Hijo, a fin de que toque las raíces mismas del mal humano y así se aproxime de manera salvífica al mundo entero del sufrimiento, del que el hombre es partícipe

Beato Juan Pablo II
Carta Apostólica Salvifici Doloris -extracto-
Fuente: El Camino de María
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