sábado, 24 de noviembre de 2012

Jesucristo, Mesías Rey

Catequesis del Beato Juan Pablo II (11 de febrero de 1987)

El Evangelista Mateo concluye su genealogía de Jesús, Hijo de María, colocada al comienzo de su Evangelio, con las palabras “Jesús, llamado Cristo” (Mt 1, 16). El término “Cristo” es el equivalente griego de la palabra hebrea “Mesías”, que quiere decir “Ungido”. Israel, el pueblo elegido por Dios, vivió durante generaciones en la espera del cumplimiento de la promesa del Mesías, a cuya venida fue preparado a través de la historia de la Alianza. El Mesías, es decir el “Ungido” enviado por Dios, había de dar cumplimiento a la vocación del pueblo de la Alianza, al cual, por medio de la Revelación se le había concedido el privilegio de conocer la verdad sobre el mismo Dios y su proyecto de salvación.

El atribuir el nombre “Cristo” a Jesús de Nazaret es el testimonio de que los Apóstoles y la Iglesia primitiva reconocieron que en Él se habían realizado los designios del Dios de la Alianza y las expectativas de Israel. Es lo que proclamó Pedro el día de Pentecostés cuando, inspirado por el Espíritu Santo, habló por la primera vez a los habitantes de Jerusalén y a los peregrinos que habían llegado a las fiestas: “Tenga pues por cierto toda la casa de Israel que Dios le ha hecho Señor y Mesías a este Jesús a quien vosotros habéis crucificado” (Act 2, 36).

El discurso de Pedro y la genealogía de Mateo vuelven a proponernos el rico contenido de la palabra “Mesías-Cristo” que se encuentra en el Antiguo Testamento y sobre el que hablaremos en las próximas catequesis.

La palabra “Mesías”, incluyendo la idea de unción, sólo puede comprenderse en conexión con la institución religiosa de la unción con el aceite, que era usual en Israel y que -como bien sabemos- pasó de la Antigua Alianza a la Nueva. En la historia de la Antigua Alianza recibieron esta unción personas llamadas por Dios al cargo y a la dignidad de rey, o de sacerdote o de profeta. En esta catequesis intentamos detenernos en el oficio y la dignidad de Cristo en cuanto Rey.

Cuando el ángel Gabriel anuncia a la Virgen María que había sido escogida para ser la Madre del Salvador, le habla de la realeza de su Hijo: “...le dará el Señor Dios el trono de David, su padre, y reinará en la casa de Jacob por los siglos, y su reino no tendrá fin” (Lc 1, 32-33).

Estas palabras parecen corresponder a la promesa hecha al rey David: “Cuando se cumplieren tus días... suscitaré a tu linaje después de ti... y afirmaré su reino. El edificará casa a mi nombre y yo estableceré su trono por siempre. Yo le seré a él padre, y él me será a mi hijo” (2 Sam 7, 12-14). Se puede decir que esta promesa se cumplió en cierta medida con Salomón, hijo y directo sucesor de David. Pero el sentido pleno de la promesa iba más allá de los confines de un reino terreno y se refería no sólo a un futuro lejano, sino ciertamente a una realidad que iba más allá de la historia, del tiempo y del espacio: “Yo estableceré su trono por siempre” (2 Sam 7, 13).

En la Anunciación se presenta a Jesús como Aquél en el que se cumple la antigua promesa. De ese modo la verdad sobre Cristo-Rey se sitúa en la tradición bíblica del “Rey mesiánico” (del Mesías-Rey); así se la encuentra muchas veces en los Evangelios que nos hablan de la misión de Jesús de Nazaret y nos transmiten su enseñanza.

Es significativa a este respecto la actitud del mismo Jesús, por ejemplo cuando Bartimeo, el mendigo ciego, para pedirle ayuda le grita: “¡Hijo de David, Jesús, ten piedad de mí!” (Mc 10, 47). Jesús, que nunca se ha atribuido ese título, acepta como dirigidas a Él las palabras pronunciadas por Bartimeo. En todo caso se preocupa de precisar su importancia. En efecto, dirigiéndose a los fariseos, pregunta: “¿Qué os parece de Cristo? ¿De quién es hijo? Dijéronle ellos: De David. Les replicó: “Pues ¿cómo David, en espíritu le llama Señor, diciendo: ‘Dijo el Señor a mi Señor: Siéntate a mi diestra mientras pongo a tus enemigos bajo tus pies?’ (Sal 109/110, 1). Si, pues, David le llama Señor, ¿cómo es hijo suyo?” (Mt 22, 42-45).

Como vemos, Jesús llama la atención sobre el modo “limitado” e insuficiente de comprender al Mesías teniendo sólo como base la tradición de Israel, unida a la herencia real de David. Sin embargo, Él no rechaza esta tradición, sino que la cumple en el sentido pleno que ella contenía, y que ya aparece en las palabras pronunciadas en la Anunciación y que se manifestará en su Pascua.

Otro hecho significativo es que, al entrar en Jerusalén en vísperas de su Pasión, Jesús cumple, tal como destacan los Evangelistas Mateo (21, 5) y Juan ( 12, 15), la profecía de Zacarías, en la que se expresa la tradición del “Rey mesiánico”: “Alégrate sobremanera, hoja de Sión. Grita exultante, hija de Jerusalén. He aquí que viene tu Rey, justo y victorioso, humilde, montado en un asno, en un pollino hijo de asna” (Zac 9, 9). “Decid a la hija de Sión: he aquí que tu rey viene a ti, manso y montado sobre un asno, sobre un pollino hijo de una bestia de carga” (Mt 21, 5). Precisamente sobre un pollino cabalga Jesús durante su entrada solemne en Jerusalén, acompañado por la turba entusiasta: “Hosanna al Hijo de David” (cf. Mt 21, 1-10). A pesar de la indignación de los fariseos, Jesús acepta la aclamación mesiánica de los “pequeños” (cf. Mt 21, 16; Lc 19, 40), sabiendo muy bien que todo equívoco sobre el título de Mesías se disiparía con su glorificación a través de la Pasión.

La comprensión de la realeza como un poder terreno entrará en crisis. La tradición no quedará anulada por ello, sino clarificada. Los días siguientes a la entrada de Jesús en Jerusalén se verá cómo se han de entender las palabras del Ángel en la Anunciación. “Le dará el Señor Dios el trono de David, su padre... reinará en la casa de Jacob por los siglos, y su reino no tendrá fin”. Jesús mismo explicará en qué consiste su propia realeza, y por lo tanto la verdad mesiánica, y cómo hay que comprenderla.

El momento decisivo de esta clarificación se da en el diálogo de Jesús con Pilato, que trae el Evangelio de Juan. Puesto que Jesús ha sido acusado ante el gobernador romano de “considerarse rey” de los judíos, Pilato le hace una pregunta sobre esta acusación que interesa especialmente a la autoridad romana porque, si Jesús realmente pretendiera ser “rey de los judíos” y fuese reconocido como tal por sus seguidores, podría constituir una amenaza para el imperio. Pilato, pues, pregunta a Jesús: “¿Eres tú el rey de los judíos? Responde Jesús: ¿Por tu cuenta dices eso o te lo han dicho otros de Mí?”; y después explica: “Mi Reino no es de este mundo; si de este mundo fuera mi Reino, mis ministros habrían luchado para que no fuese entregado a los judíos; pero mi Reino no es de aquí”. Ante la insistencia de Pilato: “Luego, ¿tú eres rey?”, Jesús declara: “Tú dices que soy Rey. Yo para esto he nacido y para esto he venido al mundo, para dar testimonio de la Verdad; todo el que es de la Verdad oye mi Voz” (cf. Jn 18, 33-37). Estas palabras inequívocas de Jesús contienen la afirmación clara de que el carácter o munus real, unido a la misión del Cristo-Mesías enviado por Dios, no se puede entender en sentido político como si se tratara de un poder terreno, ni tampoco en relación al “pueblo elegido”, Israel.

La continuación del proceso de Jesús confirma la existencia del conflicto entre la concepción que Cristo tiene de Sí mismo como “Mesías-Rey” y la terrestre o política, común entre el pueblo. Jesús es condenado a muerte bajo la acusación de que “se ha considerado rey”. La inscripción colocada en la Cruz: “Jesús Nazareno, Rey de los judíos”, probará que para la autoridad romana éste es su delito. Precisamente los judíos que, paradójicamente, aspiraban al restablecimiento del “reino de David”, en sentido terreno, al ver a Jesús azotado y coronado de espinas, tal como se lo presentó Pilato con las palabras: “¡Ahí tenéis a vuestro rey!”, habían gritado: “¡Crucifícale!... Nosotros no tenemos más rey que al Cesar” (Jn 19, 15).

En este marco podemos comprender mejor el significado de la inscripción puesta en la Cruz de Cristo, refiriéndonos por lo demás a la definición que Jesús había dado a Sí mismo durante el interrogatorio ante el procurador romano. Sólo en ese sentido el Cristo-Mesías es “el Rey”; sólo en ese sentido Él actualiza la tradición del “Rey mesiánico”, presente en el Antiguo Testamento e inscrita en la historia del pueblo de la Antigua Alianza.

Finalmente, en el Calvario un último episodio ilumina la condición mesiánico-real de Jesús. Uno de los dos malhechores crucificados junto con Jesús manifiesta esta verdad de forma penetrante, cuando dice: “Jesús, acuérdate de mí cuando llegues a tu Reino” (Lc 23, 42). En este diálogo encontramos casi una confirmación última de las palabras que el Ángel había dirigido a María en la Anunciación: Jesús “reinará... y su Reino no tendrá fin” (Lc 1, 33).

Texto e imagen:
El Camino de María

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